EL AUTOENGAÑO

 



La mentira que usamos para convencernos


El mayor engaño es aquel que uno se hace a sí mismo.”



El engaño es un fenómeno psicológico clave en la conducta humana. Se diferencia de la ignorancia o del error consciente porque va un paso más allá: implica la capacidad de mentirse a uno mismo con tanta convicción que la mentira resulta creíble, tanto para los demás como para quien la produce. Según el biólogo Robert Trivers, no se trata de un desliz ocasional, sino de una adaptación evolutiva. Al convencernos de nuestras propias mentiras, nos volvemos más persuasivos y funcionales socialmente, ya que eliminamos señales internas de duda como la culpa o el titubeo.


Un fenómeno íntimo y persistente

Entre las formas de irracionalidad humana, el autoengaño ocupa un lugar particular.

No es ignorancia ni incompetencia, sino una forma de pensar. Es algo más sutil: una distorsión interna, sin víctimas externas. Trivers dijo que puede ser útil para la adaptación, como al ayudar a las personas a cooperar o a reducir la ansiedad, pero tiene un precio alto: dificulta distinguir entre lo que creemos y lo que es real. También las instituciones se engañan

El autoengaño no solo ocurre a nivel individual. También se proyecta sobre gobiernos, empresas y organizaciones. Se crean historias internas que justifican decisiones equivocadas o hacen que los errores parezcan menos graves, hasta el punto de que los propios actores creen sus versiones distorsionadas de los hechos. A veces, es más fácil engañarse a sí mismo que reconocer un fracaso.

Pero esa comodidad tiene consecuencias. Refuerza el error, impide el aprendizaje y bloquea toda posibilidad de corrección.


Ejemplos concretos

La historia está llena de momentos donde el autoengaño tuvo efectos graves:

  • En la última fase de la Guerra de Vietnam, funcionarios estadounidenses insistían en la posibilidad de victoria, incluso cuando los datos indicaban lo contrario.

  • Durante la crisis de los misiles en Cuba, líderes de ambos bandos actuaban como si tuvieran el control total de una situación que estaba al borde del desastre.

  • En la crisis financiera de 2008, ejecutivos bancarios defendieron productos que en realidad no entendían.

    No fingían: muchos estaban sinceramente convencidos. Y esa convicción —más que la mentira deliberada— multiplicó el daño.


Negar, justificar, resistirse

En lo cotidiano, el autoengaño aparece como negación de errores, justificación de decisiones fallidas o resistencia a aceptar hechos incómodos. Es especialmente frecuente en contextos de poder o ideologías cerradas, donde el relato interno se impone sobre la evidencia. Los datos que lo contradicen ni siquiera se consideran: se descartan antes de ser analizados.


No es solo un problema moral

El autoengaño no es solo una cuestión ética. Es también un problema funcional.

Cuando una persona, una organización o una sociedad pierde la capacidad de distinguir entre lo que es cierto y lo que desea que sea cierto, deja de adaptarse. Y sin contacto con la realidad, cualquier decisión —por bien intencionada que sea— termina agravando el error.

La mente humana cuenta con mecanismos que lo facilitan: disonancia cognitiva, racionalización, negación. No son fallas, son defensas.

Nos protegen del malestar, pero si se convierten en hábito, nos ciegan.

Cuanto más evitamos el contraste con la evidencia, más fácil resulta construir una versión cómoda del mundo, aunque sea falsa.


No todo autoengaño es destructivo

Trivers decía que engañarse a uno mismo puede servir para protegernos, mantener la motivación o no perder los lazos con los demás.

Pero cuando se vuelve algo institucionalizado, como una norma cultural, ya no te protege: te atrapa. Y lo peor de todo…  atrapa a todos.


El antídoto: contraste y revisión

La solución no está en el cinismo ni en la desconfianza permanente.

Está en el contraste sistemático:

  • someter las propias ideas a revisión,

  • escuchar a voces externas,

  • buscar datos que contradigan lo que creemos.

No se trata de vivir en la duda constante, sino de mantener abierta la posibilidad de estar equivocados. La lucidez no es una iluminación repentina: es una disciplina incómoda.

El autoengaño es quizás el último eslabón del lado oscuro del comportamiento humano, porque sostiene a todos los demás.

Justifica la incompetencia, disfraza la ignorancia, da sentido a la obediencia, y vuelve tolerable la estupidez.

Por eso es tan difícil de combatir: porque es invisible, útil y reconfortante.

Si no se detecta a tiempo, convierte el error en identidad, y transforma a la sociedad que lo practica en una máquina de repetición.


LA MEDIOCRIDAD. LEY DE PETER

 


La mediocridad: la Ley de Peter

“Cada empleado asciende hasta alcanzar su nivel de incompetencia.” — Laurence J. Peter

El talento, cuando se gestiona mal, deja de ser una virtud y se convierte en obstáculo. Esa es la paradoja que Laurence J. Peter descubrió observando cómo funcionaban empresas, gobiernos y universidades.

¿Qué dice la Ley de Peter?

La Ley de Peter plantea algo tan simple como inquietante: las personas son promovidas no por estar preparadas para el nuevo cargo, sino por haber hecho bien el anterior. Cada ascenso, en lugar de premiar la competencia, puede acercarlas a su punto de incompetencia.

Así, el éxito profesional no siempre eleva: a veces empuja hacia el error. Lo que debía ser reconocimiento se convierte en trampa. Y lo más grave: el problema no está en el individuo, sino en el sistema que lo promueve sin medir si realmente puede con el nuevo rol.

El mecanismo de la mediocridad

  • Una empresa asciende a un técnico brillante que termina siendo un jefe ineficaz.
  • Un profesor excelente se convierte en un mal director.
  • Una enfermera ejemplar se pierde entre tareas administrativas.

Cada caso repite el mismo patrón: el ascenso no valora las habilidades necesarias para el puesto nuevo. El resultado: talentos desactivados y organizaciones mediocres.

Efectos visibles

  • Decisiones erradas y pérdida de rumbo.
  • Desmotivación de los más competentes.
  • Climas laborales donde predomina la desconfianza.
  • Instituciones que se vuelven lentas, opacas e ineficaces.

Y lo más curioso: todo esto ocurre sin mala intención. Basta con seguir ascendiendo por costumbre, sin preguntar si el ascenso tiene sentido.

Historia y ejemplos

  • En el Imperio Romano, los cargos se daban por lealtad, no por capacidad.
  • Durante el colonialismo europeo, los puestos clave se asignaban por conexiones, generando corrupción y caos.
  • En la Primera Guerra Mundial, generales promovidos por antigüedad enviaron millones al desastre.

Y hoy sigue igual, solo con nuevos disfraces:

  • En política: líderes carismáticos sin preparación técnica improvisan desde el poder.
  • En empresas: jefes inseguros bloquean la innovación para proteger su puesto.
  • En universidades: investigadores brillantes fracasan como gestores.
  • En hospitales: buenos médicos se pierden en la burocracia.
  • En la Policia: jefes de grupo o sección terminan siendo malos comisarios

El patrón se repite: cuando la promoción no evalúa la competencia real, la mediocridad no es un accidente, es un destino.

El origen del problema

Todo parte de una confusión: creer que premiar a alguien significa ascenderlo. Así, los mejores terminan en cargos donde no pueden brillar y los peores se quedan atascados donde no sirven. Nadie gana.

Cómo romper la trampa

  1. Crear rutas de crecimiento que no dependan solo de subir jerárquicamente.
  2. Evaluar la adecuación, no solo el rendimiento previo.
  3. Formar antes de promover.
  4. Reconocer el mérito sin forzar a nadie a dirigir.

Otros pensadores lo confirmaron:

  • Parkinson mostró que la burocracia crece por ambición, no por necesidad.
  • Dunning y Kruger explicaron por qué los menos competentes suelen tener más confianza que los más capaces.
  • Drucker insistió en ubicar a cada persona donde pueda rendir mejor.
  • Mintzberg señaló que muchas jerarquías premian la obediencia más que la competencia.

Todo apunta a lo mismo: la ineficiencia no es casualidad, es un defecto estructural.

Resumen práctico

Problema Causa Efecto
Ascensos automáticos Éxito pasado = promoción Pérdida de talento
Falta de evaluación real No se miden nuevas habilidades Cargos mal ocupados
Jerarquía como único premio No hay otras vías de reconocimiento Estancamiento y frustración

¿Por qué importa?

Porque este patrón castiga la excelencia y premia la mediocridad. En el largo plazo, frena la innovación, ahoga el mérito y convierte a las organizaciones en maquinarias lentas que temen al cambio.

Antídotos mínimos

  • Formar antes de ascender.
  • Reconocer sin jerarquizar.
  • Revisar estructuras que confunden éxito con poder.
  • Premiar la competencia, no la antigüedad.

Frase destacada

La mediocridad no surge de la maldad, sino de la rutina. Se combate con sistemas inteligentes, no con discursos motivacionales.

Reflexión final

La Ley de Peter no acusa personas, sino estructuras. No hace falta mala fe para hundir una organización: basta con promover sin pensar. Reconocer ese patrón no es rendirse, es el primer paso para cambiarlo.

Una organización sana no asciende por costumbre, sino por sentido. El verdadero progreso no consiste en subir, sino en hacerlo bien.

PASO DEL TIEMPO

 



La Evolución



El año era 1976. Tenía poco más de veinticinco años y estaba destinado en Pamplona cuando surgió una convocatoria singular: se buscaban funcionarios con aptitudes para un incipiente servicio de informática dentro del Cuerpo General de Policía. Me presenté en San Sebastián para realizar las pruebas. No las superé, o más exactamente, otros obtuvieron mejor puntuación. Eran pocas plazas y muchos candidatos. Regresé a mi unidad frustrado, pero con una idea nueva. Aquel mundo, todavía ajeno para la mayoría, me había capturado.

Cinco años después, en Valencia, recibí una propuesta para integrarme como subdelegado en el servicio informático policial y acepté el puesto. Comencé a trabajar frente a una terminal gris con letras verdes fosforescentes, tras asistir a sesiones formativas sobre el sistema Siemens bajo BS1000. Durante dos años me ocupé de tareas relacionadas con servidores, protocolos y jerarquías de acceso. Finalmente decidí dejar el cargo por falta de reconocimiento profesional, aunque continué vinculado al ámbito tecnológico como usuario activo.

Recuerdo el primer ordenador personal que llegó a mi unidad operativa. Fue el primero en la Brigada de Policía Judicial de Valencia que funcionaba con un sistema operativo basado en disco. Más tarde realicé un curso de administración de sistemas UNIX, para poder atender el servidor cuando los especialistas no estaban disponibles. Jefe operativo y técnico de emergencia a la vez. Aún tengo grabado el comando "kill -2".

No soy ingeniero ni físico. No tengo formación académica en ciencias de la computación ni en neurobiología. Pero llevo casi medio siglo observando —y viviendo— la evolución tecnológica desde dentro de las instituciones públicas, y manteniendo una curiosidad constante por comprender lo que se mueve detrás de cada avance. Por eso este texto no pretende ser un tratado técnico ni una profecía futurista. Es una reflexión sobre un proceso que he presenciado de cerca, y sobre sus implicaciones humanas, éticas y sociales.

Las entradas son seis miradas sobre un mismo fenómeno: lo que ayer fue informática, hoy es inteligencia artificial y mañana será computación cuántica o neuroconectividad. Aborda la relación entre matemáticas y conciencia, los nuevos derechos vinculados al pensamiento, las máquinas que aprenden y las personas que deben proteger su mente. Todo con un único propósito: entender mejor lo que estamos construyendo, o lo que estamos permitiendo que otros construyan por nosotros.

El futuro no pertenece a los jóvenes, sino a quienes se atreven a mirarlo de frente.

LA BUROCRACIA




“El trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para su realización.”
— C. N. Parkinson, 1957


Una reflexión necesaria
A lo largo de los años, he visto cómo muchas instituciones —públicas y privadas— terminan atrapadas en un laberinto de trámites, formularios y procedimientos que ya nadie recuerda por qué existen. Ahora que tengo el tiempo y la distancia para observar con calma, quiero dejar  una de las reflexiones.

Cuando el sistema se convierte en obstáculo
Lo que alguna vez fue una herramienta para gestionar lo complejo, termina transformándose en una estructura que consume energía sin generar acción.

La ley de Parkinson lo explica con claridad:
Las organizaciones tienden a crecer aunque su carga de trabajo no aumente. Porque el sistema se alimenta de sí mismo. Cada nuevo funcionario necesita subordinados para justificar su puesto; y esos subordinados, a su vez, crean nuevos informes, departamentos y pasos.

El resultado es predecible: cuanta más estructura, menos acción.

El crecimiento que inmoviliza
He visto organizaciones enteras principalmente en Perú, donde se trabaja más en justificar que en resolver. Se crean cargos redundantes, se multiplican los pasos, y se celebran reuniones que solo sirven para llenar calendarios. Lo más peligroso es que este crecimiento no parece desordenado: se disfraza de método, de rigor, de control. Pero en realidad, oculta parálisis, lentitud y pérdida de rumbo.

Algunos ejemplos que lo ilustran
La historia nos ofrece muchos ejemplos de burocracias que terminaron asfixiando a las instituciones que las sostenían:

Imperio Bizantino: En su etapa final, dedicaba más recursos al mantenimiento del aparato administrativo que a la defensa del imperio.

Unión Soviética: Una maraña de jerarquías y formularios gestionaba la escasez, sin resolverla.

Estados democráticos modernos: Niveles de validaciones y reportes que ralentizan decisiones básicas.

Empresas, universidades, hospitales: Donde el tiempo para innovar es devorado por informes, formatos y auditorías interminables.

Una máquina que olvida su propósito
Un cargo, un comité, una reunión… solo tienen sentido si resuelven algo real.
Cuando los medios se convierten en fines —y el trámite en objetivo—, se pierde el foco. Y ese desgaste rara vez es escandaloso: avanza lento, silencioso, como una humedad que va debilitando los cimientos.
Es, simplemente, preguntarse:
¿Qué tareas ya no hacen falta?
¿Qué decisiones se repiten innecesariamente?
¿Qué procesos podrían simplificarse con confianza y sentido común?
Y voluntad política para rendir cuentas no solo del gasto, sino del impacto real de cada estructura que se mantiene.
Y por eso, su poder es tan difícil de identificar… y tan fácil de normalizar.
Porque un sistema que gira sobre sí mismo puede parecer activo… pero no va a ningún lado.

La burocracia no es solo un conjunto de reglas: es una forma de organización que, cuando se desborda, pierde el sentido para el que fue creada.

Parkinson no atacaba a las instituciones por existir, sino por olvidar para qué existenLas normas están para prevenir abusos, no para entorpecer soluciones.

Limitar la burocracia no es destruirla Combatir la burocracia no es estar en contra del orden.Tampoco es una invitación a la improvisación.

Hacen falta instituciones decididas, capaces de cuestionar su propia arquitectura.

Lo burocrático no siempre es racional.

De hecho, muchas veces es una forma de irracionalidad cuidadosamente organizadaUna que aparenta eficiencia, pero que desvía la energía de la acción a la justificación.

La ley de Parkinson no inventa el problema, pero lo describe con precisión: revela una patología contemporánea, donde las organizaciones se expanden por inercia y el sistema acaba trabajando para sí mismo, no para quienes debería beneficiar. La burocracia no se impone con fuerza, sino con hábito.

Nombrarla, entenderla y limitar su alcance no es una cruzada ideológica ni una moda gerencial. Es una tarea urgente si queremos instituciones que realmente funcionen, resuelvan y transformen.


LA IRONIA



Inteligencia sin amargura


La ironía no es burla ni desinterés: es lucidez con una sonrisa.”


De los cuatro principios que han guiado mi forma de actuar —el pragmatismo, el caos, el estoicismo y la ironía—, este último ha sido el que me ha permitido mantener el equilibrio. La ironía es la que pone luz cuando el pensamiento se vuelve rígido, la que aligera cuando la vida se toma demasiado en serio.

El equilibrio entre razón y ligereza

La ironía es una expresión de inteligencia sin amargura. Nos protege de los extremos: del idealismo que ignora los hechos y del pragmatismo que solo mira resultados. También le da calidez al estoicismo, para que la serenidad no se convierta en frialdad.

Cuando el caos confunde, el humor aclara. Cuando los dogmas aprietan, el humor devuelve el aire. Con los años aprendí que no hace falta tomarse todo tan en serio para entender lo importante.

Mirar con humor, sin perder la lucidez

La ironía no es desinterés ni burla: es mirar con distancia, con humor y con claridad. Nos permite aceptar la complejidad del mundo sin sentirnos aplastados por ella. No destruye el sentido de las cosas; lo mantiene flexible.

Nos recuerda que ninguna certeza es eterna y que, a veces, lo más sabio es revisar lo que creíamos firme. No se trata de negar, sino de mantener la mente abierta.

El humor como forma de claridad

El humor, bien usado, no sirve para escapar de la realidad, sino para hacerla más llevadera. A veces, reír es la única forma de soportar el peso de lo que pasa. No es frivolidad, sino una manera de mirar con serenidad lo que no podemos cambiar.

Reír —incluso de uno mismo— es una forma de mantener la mente libre y despierta. Cuando la risa nace del entendimiento, no banaliza: aclara. Nos recuerda que todos nos equivocamos y que tomarse demasiado en serio solo complica las cosas.

Ironía como defensa y madurez

Ese espíritu irónico actúa como un escudo contra la solemnidad y la rigidez emocional. Desactiva el poder de las ideologías y del propio ego. Nos baja del pedestal, pero sin quitarnos la dignidad.

He aprendido que la ironía, cuando nace del entendimiento, es una forma de lucidez madura. No niega la gravedad del mundo, pero evita el dramatismo innecesario. Permite pensar con claridad sin caer ni en el cinismo ni en la ingenuidad.

La libertad de reír

Practicar la ironía no es reírse de todo, sino saber cuándo reír. Es mantener el asombro sin perder el juicio; tomar distancia sin volverse frío, para ver con más claridad.

“La ironía no destruye lo que toca: lo ilumina desde otro ángulo.”

Reflexión final

Con el tiempo he entendido que la ironía no es solo una actitud intelectual, sino una forma de libertad interior. Nos permite afrontar la vida sin dramatismo, con humor y con equilibrio.

Esa distancia ligera y lúcida no enfría: aclara. Y en esa claridad amable reside, quizás, la forma más humana de la inteligencia.