No hay secretos, solo verdades esperando ser descubiertas
Desde hace décadas, los infiltrados son piezas clave en los cuerpos de seguridad. Contra el terrorismo, el crimen organizado o grupos violentos, su labor ha evitado atentados, desmantelado redes y protegido vidas.
Pero su eficacia plantea dilemas. ¿Hasta dónde puede llegar el Estado para garantizar la seguridad pública? ¿Puede una causa justa justificar la vigilancia o manipulación de movimientos sociales?
El trabajo de un infiltrado es, sobre todo, anticiparse. Desde dentro, recogen información antes de que ocurran los hechos. Gracias a ellos, se han evitado ataques terroristas y se han desmantelado redes de narcotráfico y trata de personas. Detectan rutas, jerarquías y conexiones que de otro modo serían invisibles.
Otro desafío actual es la radicalización, tanto de derecha como de izquierda. No es el pensamiento radical el problema, sino el momento en que se convierte en violencia. Ahí es donde los infiltrados son clave: identifican a quienes manipulan a otros y frenan acciones antes de que sean irreversibles. No se trata de criminalizar la disidencia, sino de proteger a quienes terminan usados por líderes extremistas.
No todos los movimientos antisistema son violentos. Muchos canalizan el descontento de sectores excluidos. Pero cuando se cruzan ciertos límites —sabotajes, violencia contra personas o bienes— el Estado debe intervenir. La infiltración permite distinguir entre manifestantes pacíficos y violentos, evitando respuestas indiscriminadas. Con información precisa, se actúa de forma quirúrgica: se protege el derecho a protestar y se neutraliza a quienes buscan el caos.
Un infiltrado bien entrenado reduce la necesidad de grandes operativos y represión. Aporta datos concretos, evita daños colaterales y permite actuar con precisión. Su información también puede prevenir crisis mayores. Sabotajes o campañas de desinformación pueden dañar la confianza ciudadana y los mercados. Detectarlos a tiempo es clave.
Pero no todo es positivo. Sin control, un infiltrado puede ser un instrumento de persecución ideológica. Puede sembrar paranoia, desconfianza o provocar incidentes que no habrían ocurrido.
Por eso su uso debe estar regulado: legalidad, proporcionalidad y respeto a los derechos humanos. Bajo esas reglas, un infiltrado no es un enemigo de la democracia, sino un defensor silencioso. Alguien que, en la clandestinidad, debe actuar con ética.
La figura del infiltrado incomoda. Se mueve en la frontera entre protección y control. Pero en un mundo donde las amenazas cambian y se infiltran en todos los ámbitos —digital, político, ideológico—, su presencia puede marcar la diferencia.