TEORIA DE MUCHOS MUNDOS

 





La teoría de los muchos mundos: una hipótesis fascinante


Hoy 3 de noviembre de 2025 ley este titular en El País:  Alberto Casas(1), físico: “El libre albedrío es una ilusión creada por nuestro cerebro. Todo lo que va a suceder está ya escrito”. 


Me dije otro tema excelente para los ensayos de PENSAMIENTO Y MAQUINA. Leí con atención la entrevista y extraje estos dos temas que me llamaron la atención. Creo que tienen que ver con el contenido del libro y es un punto más de atención.
 
 La teoría de los muchos mundos, propuesta por Hugh Everett en 1957, es una de las interpretaciones más intrigantes —y también desconcertantes— de la mecánica cuántica. Intenta dar sentido a lo que ocurre cuando observamos un fenómeno en el mundo subatómico, donde las reglas no se comportan como en la experiencia cotidiana.

En física cuántica, una partícula como un electrón puede estar en varios estados a la vez. A eso se le llama superposición. Puede girar hacia arriba y hacia abajo al mismo tiempo, o estar en dos lugares distintos simultáneamente. La interpretación tradicional, conocida como la interpretación de Copenhague, sostiene que al observar el sistema, esa superposición se rompe: una de las posibilidades se vuelve real y las demás desaparecen.

El ejemplo clásico para ilustrar esto es el de una moneda cuántica. Mientras nadie la observa, está en cara y cruz a la vez. En el momento en que se mira, solo una de esas opciones se materializa, y la otra deja de existir. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿qué pasa con las otras posibilidades? ¿Realmente se esfuman o siguen existiendo en alguna parte?

Everett propuso una respuesta radical: nada desaparece. Según su hipótesis, no hay colapso del estado cuántico. Todas las posibilidades continúan existiendo, pero en universos distintos. Cada vez que ocurre una observación o una decisión cuántica, el universo se divide. En uno de ellos ves cara; en otro, ves cruz. En uno ganaste la lotería; en otro, no. Y en cada uno hay una versión de ti que vive esa realidad sin saber que existen las demás.


Un ejemplo cotidiano puede ayudar. Supongamos que compras un billete de lotería. En un universo, tu número resulta premiado; en otro, pierdes. Tú solo eres consciente de una de esas versiones, pero ambas, según esta interpretación, existen. Tu “otro yo” vive su propia versión de los hechos, aunque jamás podréis comunicaros.


Eso es precisamente lo que plantea el límite más fuerte de esta teoría: no hay forma de contactar con esos otros mundos. Una vez separadas, las distintas realidades no pueden influirse entre sí. Cada universo sigue su propio curso, independiente del resto. Aunque haya otros “tú”, no puedes advertirles ni intervenir en lo que ocurre en su mundo.


Cabe aclarar que no se trata de una teoría comprobada, sino de una hipótesis interpretativa. No cambia las leyes de la mecánica cuántica, que funcionan igual con o sin esta idea. Lo que modifica es la forma en que explicamos lo que sucede en el fondo. Y aunque hoy no haya forma de verificar la existencia de estos mundos paralelos, la propuesta ha tenido repercusiones interesantes.


En cosmología, algunos la relacionan con la idea de un universo infinito, en expansión constante, que podría dar lugar a realidades infinitas. En el ámbito de la computación cuántica, se ha especulado con la posibilidad de que los ordenadores cuánticos aprovechen la superposición de estados, aunque eso no implique necesariamente mundos paralelos “reales”. En filosofía, la teoría plantea preguntas incómodas sobre el libre albedrío, la identidad y la responsabilidad. Si existen otras versiones de mí actuando de maneras distintas, ¿qué significa realmente ser “yo”?


En resumen, no es ciencia ficción, pero tampoco está demostrada. Propone que todos los resultados posibles de un evento cuántico ocurren realmente, pero en universos diferentes. No hay comunicación entre ellos, y cada uno sigue su curso sin influencias externas. La idea ayuda a resolver ciertos problemas en la interpretación de la física cuántica, pero a cambio introduce nuevas dificultades, sobre todo de tipo filosófico. Si fuera cierta, estaríamos viviendo muchas vidas a la vez, pero solo seríamos conscientes de una de ellas.

 

 La entropía y la dirección del tiempo
 

La entropía es una medida del desorden de un sistema. Cuanto mayor es la entropía, más desordenado está. Una habitación recién ordenada tiene baja entropía; la misma habitación, una semana después, con ropa tirada y polvo acumulado, tiene alta entropía. En la naturaleza, la entropía siempre tiende a aumentar. Es una ley física: los sistemas aislados evolucionan espontáneamente hacia el desorden, nunca hacia el orden.


Este principio tiene una consecuencia directa sobre nuestra percepción del tiempo. Lo que llamamos “pasado” y “futuro” parece estar definido precisamente por el sentido en que crece la entropía. El pasado es el estado más ordenado; el futuro, el más desordenado. Sabemos que una taza puede romperse, pero no que pueda recomponerse sola. El tiempo, tal como lo experimentamos, fluye en la misma dirección en que crece la entropía.


Esto también explica por qué recordamos el pasado y no el futuro. El pasado deja huellas: registros, memoria, datos, calor, trazas físicas. Los eventos ya ocurrieron y modificaron el entorno. El futuro, en cambio, aún no ha producido esas huellas. La entropía que lo caracterizará todavía no se ha generado. Esa diferencia es lo que nos da la sensación de que el pasado ya fue y el futuro aún no existe. De hecho, según la teoría de la relatividad, todo el tiempo —pasado, presente y futuro— coexiste. Pero nuestra mente solo puede seguir la dirección marcada por el crecimiento de la entropía.


Cuando se habla de la “flecha de la entropía”, se hace referencia precisamente a esa dirección del tiempo que va del orden al desorden. Por eso el hielo se derrite, pero no se congela solo; un huevo se rompe, pero no se recompone; recordamos el día de ayer, pero no sabemos qué ocurrirá mañana. Todo se mueve en el mismo sentido: hacia el aumento del desorden.


Nuestra mente está integrada en ese flujo físico. El cerebro funciona dentro de ese marco. Registra huellas y recuerdos de eventos que ya ocurrieron porque el pasado dejó marcas físicas en forma de señales neuronales, variaciones térmicas o cambios energéticos. El futuro, en cambio, no ha dejado ningún tipo de traza, porque aún no ha pasado nada. Por eso pensamos siempre en términos de lo que viene y no de lo que “ya vendrá”.


Un ejemplo sencillo: si se ve una película al revés y se observa cómo los trozos de un vaso roto vuelven a unirse, el agua se eleva al vaso y este salta de nuevo a la mesa, nuestra mente lo rechazará. No es solo que parezca ilógico: es que va en contra del sentido físico y mental en que entendemos la realidad. Todo nuestro sistema sensorial está habituado a que las cosas se rompan, envejezcan o se desgasten, no al revés.


Por eso, cuando se dice que “nuestra mente solo puede seguir la flecha de la entropía”, se quiere decir que solo percibimos el tiempo en la dirección en la que evoluciona el universo físico. Solo podemos recordar el pasado porque dejó huellas. No podemos recordar el futuro porque aún no ha aumentado la entropía que lo definirá. En términos simples: nuestro sentido del tiempo —eso que llamamos pasado, presente y futuro— existe porque el desorden del universo crece. Y nuestra mente está atrapada en esa dirección.

 

Entropía y mundos paralelos: un mismo sentido del tiempo


La teoría de los muchos mundos no entra en conflicto con esta visión. Según esa hipótesis, cada vez que ocurre una observación o una decisión cuántica, el universo se divide en distintas versiones. En cada una de esas ramas, la entropía sigue aumentando. Cada universo mantiene su propia flecha del tiempo, siempre orientada hacia el futuro.


Aunque existan infinitas realidades paralelas, todas comparten la misma tendencia: el desorden creciente. En ninguna de ellas el tiempo retrocede, ni los sucesos se revierten. Si tiras un vaso al suelo, en un universo se rompe, en otro tal vez se queda de pie. Pero en ambos la entropía aumenta: se libera energía, se altera el aire, se genera sonido y calor. No hay un universo donde el vaso se recomponga y el desorden disminuya espontáneamente.


En resumen, la entropía es el motor que da sentido al tiempo. El pasado deja huellas porque su entropía ya aumentó; el futuro no, porque aún no ha ocurrido. Aunque desde la relatividad todo el tiempo coexista, solo percibimos su avance en el sentido en que crece la entropía. Y aunque existan múltiples versiones del universo, cada una vive su propia historia con su propio crecimiento del desorden.

 

Dicho de forma simple: el tiempo no avanza porque existan relojes, sino porque crece la entropía. Y esa es la razón por la que recordamos el pasado, no el futuro, aunque ambos existan en la estructura del universo.

 



[1] https://elpais.com/ciencia/2025-11-03/alberto-casas-fisico-el-libre-albedrio-es-una-ilusion-creada-por-nuestro-cerebro-todo-lo-que-va-a-suceder-esta-ya-escrito.html

LADO ESCURO HUMANO. CONCLUSION

 



El enemigo interior


Durante semanas he recorrido distintas expresiones del lado oscuro humano: la estupidez, la obediencia ciega, la burocracia, la mediocridad, el autoengaño.

Este cierre no pretende dar moralejas fáciles ni soluciones rápidas. Resume lo que estas leyes tienen en común, por qué son tan persistentes y qué podemos hacer frente a ellas.

No escribo esto para acusar, sino para advertir. No para rendirse, sino para pensar mejor.


Lo que queda claro es algo incómodo pero inevitable: los mayores peligros no vienen de fuera, sino de nosotros mismos.

Las leyes recogidas en este blog proceden de fuentes y campos distintos, pero todas convergen en la misma conclusión: fallos estructurales de la mente y de la organización humana.

  • La estupidez, según Cipolla, destruye sin lógica ni provecho.

  • La obediencia sin pensamiento, que Arendt llamó la banalidad del mal, convierte a personas comunes en ejecutores del daño.

  • La ignorancia confiada, descrita por Dunning y Kruger, refuerza la certeza donde más falta hace la duda.

  • La mediocridad, señalada por Peter, premia la incompetencia y castiga el mérito.

  • La burocracia, que Parkinson retrató con precisión, sustituye el propósito por el trámite.

  • La incompetencia erosiona la eficacia sin necesidad de maldad.

  • Y el autoengaño, según Trivers, convierte la mentira en convicción y bloquea el aprendizaje.

Todas estas fuerzas comparten un rasgo: actúan en silencio. No se imponen con violencia, sino con rutina. Se disfrazan de normalidad. No necesitan conspiraciones, solo inercia.

Este texto no busca culpables ni ofrecer consuelos morales. Su objetivo es nombrar lo que suele pasar inadvertido. Si no lo vemos, lo repetimos

No se trata de caer en el pesimismo, sino de practicar una lucidez útil: nadie está a salvo de la estupidez, del error o de la mentira. Reconocerlo no es rendirse. Es prepararse.

Las defensas posibles no son ideológicas ni tecnológicas: son culturales. Requieren:

  • Pensamiento crítico.

  • Instituciones que rindan cuentas.

  • Educación orientada a la duda.

  • Medios que prioricen la verdad sobre la reacción.

  • Una ciudadanía menos impresionable y más exigente.


Estas leyes nos enseñan que el poder puede ejercerse sin reflexión, que el daño puede surgir sin intención y que el error puede sostenerse con convicción.

Frente a eso no hay soluciones definitivas, pero sí prácticas posibles:

  • Introducir pausa antes de decidir.

  • Revisar antes de culpar.

  • Corregir antes de repetir.

  • Pensar antes de actuar.


La irracionalidad no desaparece, pero se puede contener. Diseñar esos límites es una responsabilidad que no se puede delegar.

Porque el lado oscuro del ser humano no es una excepción. Es la norma.


entenderlo no nos debilita: nos hace más responsables.

EL AUTOENGAÑO

 



La mentira que usamos para convencernos


El mayor engaño es aquel que uno se hace a sí mismo.”



El engaño es un fenómeno psicológico clave en la conducta humana. Se diferencia de la ignorancia o del error consciente porque va un paso más allá: implica la capacidad de mentirse a uno mismo con tanta convicción que la mentira resulta creíble, tanto para los demás como para quien la produce. Según el biólogo Robert Trivers, no se trata de un desliz ocasional, sino de una adaptación evolutiva. Al convencernos de nuestras propias mentiras, nos volvemos más persuasivos y funcionales socialmente, ya que eliminamos señales internas de duda como la culpa o el titubeo.


Un fenómeno íntimo y persistente

Entre las formas de irracionalidad humana, el autoengaño ocupa un lugar particular.

No es ignorancia ni incompetencia, sino una forma de pensar. Es algo más sutil: una distorsión interna, sin víctimas externas. Trivers dijo que puede ser útil para la adaptación, como al ayudar a las personas a cooperar o a reducir la ansiedad, pero tiene un precio alto: dificulta distinguir entre lo que creemos y lo que es real. También las instituciones se engañan

El autoengaño no solo ocurre a nivel individual. También se proyecta sobre gobiernos, empresas y organizaciones. Se crean historias internas que justifican decisiones equivocadas o hacen que los errores parezcan menos graves, hasta el punto de que los propios actores creen sus versiones distorsionadas de los hechos. A veces, es más fácil engañarse a sí mismo que reconocer un fracaso.

Pero esa comodidad tiene consecuencias. Refuerza el error, impide el aprendizaje y bloquea toda posibilidad de corrección.


Ejemplos concretos

La historia está llena de momentos donde el autoengaño tuvo efectos graves:

  • En la última fase de la Guerra de Vietnam, funcionarios estadounidenses insistían en la posibilidad de victoria, incluso cuando los datos indicaban lo contrario.

  • Durante la crisis de los misiles en Cuba, líderes de ambos bandos actuaban como si tuvieran el control total de una situación que estaba al borde del desastre.

  • En la crisis financiera de 2008, ejecutivos bancarios defendieron productos que en realidad no entendían.

    No fingían: muchos estaban sinceramente convencidos. Y esa convicción —más que la mentira deliberada— multiplicó el daño.


Negar, justificar, resistirse

En lo cotidiano, el autoengaño aparece como negación de errores, justificación de decisiones fallidas o resistencia a aceptar hechos incómodos. Es especialmente frecuente en contextos de poder o ideologías cerradas, donde el relato interno se impone sobre la evidencia. Los datos que lo contradicen ni siquiera se consideran: se descartan antes de ser analizados.


No es solo un problema moral

El autoengaño no es solo una cuestión ética. Es también un problema funcional.

Cuando una persona, una organización o una sociedad pierde la capacidad de distinguir entre lo que es cierto y lo que desea que sea cierto, deja de adaptarse. Y sin contacto con la realidad, cualquier decisión —por bien intencionada que sea— termina agravando el error.

La mente humana cuenta con mecanismos que lo facilitan: disonancia cognitiva, racionalización, negación. No son fallas, son defensas.

Nos protegen del malestar, pero si se convierten en hábito, nos ciegan.

Cuanto más evitamos el contraste con la evidencia, más fácil resulta construir una versión cómoda del mundo, aunque sea falsa.


No todo autoengaño es destructivo

Trivers decía que engañarse a uno mismo puede servir para protegernos, mantener la motivación o no perder los lazos con los demás.

Pero cuando se vuelve algo institucionalizado, como una norma cultural, ya no te protege: te atrapa. Y lo peor de todo…  atrapa a todos.


El antídoto: contraste y revisión

La solución no está en el cinismo ni en la desconfianza permanente.

Está en el contraste sistemático:

  • someter las propias ideas a revisión,

  • escuchar a voces externas,

  • buscar datos que contradigan lo que creemos.

No se trata de vivir en la duda constante, sino de mantener abierta la posibilidad de estar equivocados. La lucidez no es una iluminación repentina: es una disciplina incómoda.

El autoengaño es quizás el último eslabón del lado oscuro del comportamiento humano, porque sostiene a todos los demás.

Justifica la incompetencia, disfraza la ignorancia, da sentido a la obediencia, y vuelve tolerable la estupidez.

Por eso es tan difícil de combatir: porque es invisible, útil y reconfortante.

Si no se detecta a tiempo, convierte el error en identidad, y transforma a la sociedad que lo practica en una máquina de repetición.


LA MEDIOCRIDAD. LEY DE PETER

 


La mediocridad: la Ley de Peter

“Cada empleado asciende hasta alcanzar su nivel de incompetencia.” — Laurence J. Peter

El talento, cuando se gestiona mal, deja de ser una virtud y se convierte en obstáculo. Esa es la paradoja que Laurence J. Peter descubrió observando cómo funcionaban empresas, gobiernos y universidades.

¿Qué dice la Ley de Peter?

La Ley de Peter plantea algo tan simple como inquietante: las personas son promovidas no por estar preparadas para el nuevo cargo, sino por haber hecho bien el anterior. Cada ascenso, en lugar de premiar la competencia, puede acercarlas a su punto de incompetencia.

Así, el éxito profesional no siempre eleva: a veces empuja hacia el error. Lo que debía ser reconocimiento se convierte en trampa. Y lo más grave: el problema no está en el individuo, sino en el sistema que lo promueve sin medir si realmente puede con el nuevo rol.

El mecanismo de la mediocridad

  • Una empresa asciende a un técnico brillante que termina siendo un jefe ineficaz.
  • Un profesor excelente se convierte en un mal director.
  • Una enfermera ejemplar se pierde entre tareas administrativas.

Cada caso repite el mismo patrón: el ascenso no valora las habilidades necesarias para el puesto nuevo. El resultado: talentos desactivados y organizaciones mediocres.

Efectos visibles

  • Decisiones erradas y pérdida de rumbo.
  • Desmotivación de los más competentes.
  • Climas laborales donde predomina la desconfianza.
  • Instituciones que se vuelven lentas, opacas e ineficaces.

Y lo más curioso: todo esto ocurre sin mala intención. Basta con seguir ascendiendo por costumbre, sin preguntar si el ascenso tiene sentido.

Historia y ejemplos

  • En el Imperio Romano, los cargos se daban por lealtad, no por capacidad.
  • Durante el colonialismo europeo, los puestos clave se asignaban por conexiones, generando corrupción y caos.
  • En la Primera Guerra Mundial, generales promovidos por antigüedad enviaron millones al desastre.

Y hoy sigue igual, solo con nuevos disfraces:

  • En política: líderes carismáticos sin preparación técnica improvisan desde el poder.
  • En empresas: jefes inseguros bloquean la innovación para proteger su puesto.
  • En universidades: investigadores brillantes fracasan como gestores.
  • En hospitales: buenos médicos se pierden en la burocracia.
  • En la Policia: jefes de grupo o sección terminan siendo malos comisarios

El patrón se repite: cuando la promoción no evalúa la competencia real, la mediocridad no es un accidente, es un destino.

El origen del problema

Todo parte de una confusión: creer que premiar a alguien significa ascenderlo. Así, los mejores terminan en cargos donde no pueden brillar y los peores se quedan atascados donde no sirven. Nadie gana.

Cómo romper la trampa

  1. Crear rutas de crecimiento que no dependan solo de subir jerárquicamente.
  2. Evaluar la adecuación, no solo el rendimiento previo.
  3. Formar antes de promover.
  4. Reconocer el mérito sin forzar a nadie a dirigir.

Otros pensadores lo confirmaron:

  • Parkinson mostró que la burocracia crece por ambición, no por necesidad.
  • Dunning y Kruger explicaron por qué los menos competentes suelen tener más confianza que los más capaces.
  • Drucker insistió en ubicar a cada persona donde pueda rendir mejor.
  • Mintzberg señaló que muchas jerarquías premian la obediencia más que la competencia.

Todo apunta a lo mismo: la ineficiencia no es casualidad, es un defecto estructural.

Resumen práctico

Problema Causa Efecto
Ascensos automáticos Éxito pasado = promoción Pérdida de talento
Falta de evaluación real No se miden nuevas habilidades Cargos mal ocupados
Jerarquía como único premio No hay otras vías de reconocimiento Estancamiento y frustración

¿Por qué importa?

Porque este patrón castiga la excelencia y premia la mediocridad. En el largo plazo, frena la innovación, ahoga el mérito y convierte a las organizaciones en maquinarias lentas que temen al cambio.

Antídotos mínimos

  • Formar antes de ascender.
  • Reconocer sin jerarquizar.
  • Revisar estructuras que confunden éxito con poder.
  • Premiar la competencia, no la antigüedad.

Frase destacada

La mediocridad no surge de la maldad, sino de la rutina. Se combate con sistemas inteligentes, no con discursos motivacionales.

Reflexión final

La Ley de Peter no acusa personas, sino estructuras. No hace falta mala fe para hundir una organización: basta con promover sin pensar. Reconocer ese patrón no es rendirse, es el primer paso para cambiarlo.

Una organización sana no asciende por costumbre, sino por sentido. El verdadero progreso no consiste en subir, sino en hacerlo bien.

PASO DEL TIEMPO

 



La Evolución



El año era 1976. Tenía poco más de veinticinco años y estaba destinado en Pamplona cuando surgió una convocatoria singular: se buscaban funcionarios con aptitudes para un incipiente servicio de informática dentro del Cuerpo General de Policía. Me presenté en San Sebastián para realizar las pruebas. No las superé, o más exactamente, otros obtuvieron mejor puntuación. Eran pocas plazas y muchos candidatos. Regresé a mi unidad frustrado, pero con una idea nueva. Aquel mundo, todavía ajeno para la mayoría, me había capturado.

Cinco años después, en Valencia, recibí una propuesta para integrarme como subdelegado en el servicio informático policial y acepté el puesto. Comencé a trabajar frente a una terminal gris con letras verdes fosforescentes, tras asistir a sesiones formativas sobre el sistema Siemens bajo BS1000. Durante dos años me ocupé de tareas relacionadas con servidores, protocolos y jerarquías de acceso. Finalmente decidí dejar el cargo por falta de reconocimiento profesional, aunque continué vinculado al ámbito tecnológico como usuario activo.

Recuerdo el primer ordenador personal que llegó a mi unidad operativa. Fue el primero en la Brigada de Policía Judicial de Valencia que funcionaba con un sistema operativo basado en disco. Más tarde realicé un curso de administración de sistemas UNIX, para poder atender el servidor cuando los especialistas no estaban disponibles. Jefe operativo y técnico de emergencia a la vez. Aún tengo grabado el comando "kill -2".

No soy ingeniero ni físico. No tengo formación académica en ciencias de la computación ni en neurobiología. Pero llevo casi medio siglo observando —y viviendo— la evolución tecnológica desde dentro de las instituciones públicas, y manteniendo una curiosidad constante por comprender lo que se mueve detrás de cada avance. Por eso este texto no pretende ser un tratado técnico ni una profecía futurista. Es una reflexión sobre un proceso que he presenciado de cerca, y sobre sus implicaciones humanas, éticas y sociales.

Las entradas son seis miradas sobre un mismo fenómeno: lo que ayer fue informática, hoy es inteligencia artificial y mañana será computación cuántica o neuroconectividad. Aborda la relación entre matemáticas y conciencia, los nuevos derechos vinculados al pensamiento, las máquinas que aprenden y las personas que deben proteger su mente. Todo con un único propósito: entender mejor lo que estamos construyendo, o lo que estamos permitiendo que otros construyan por nosotros.

El futuro no pertenece a los jóvenes, sino a quienes se atreven a mirarlo de frente.