El pragmatismo: pensar sirve si conduce a actuar
En mi vida profesional y personal, he procurado guiarme por algunos principios que, aunque no los escribí, fueron moldeando mi forma de pensar y de actuar. Ahora que estoy jubilado, he pensado que podría dejar por escrito mis reflexiones sobre estos temas. Y el primero es el pragmatismo.
Siempre he creído que el pensamiento solo vale cuando se convierte en acción. Una idea, por brillante que parezca, no sirve de nada si no cambia algo en la realidad. Pensar no es un ejercicio decorativo: es una herramienta para resolver, mejorar y adaptarse.
Siempre he desconfiado de los discursos que suenan bien pero no llevan a nada. Prefiero la acción imperfecta a la perfección inmóvil. Ser pragmático no significa despreciar las ideas, sino ponerlas a prueba. Lo que importa no es la intención, sino el efecto que produce.
A lo largo de los años aprendí que ser coherente no consiste en repetir fórmulas, sino en mantener el rumbo aun cuando cambien las condiciones. El idealista busca que el mundo se adapte a sus valores, mientras que el pragmático ajusta los suyos para avanzar sin perder rumbo.
El pragmatismo no ofrece certezas, sino utilidad. Nos invita a pensar para actuar y actuar para aprender, en un ciclo constante donde el error no es un tropiezo, sino una oportunidad de ajuste. No se trata de oportunismo, sino de medir los valores por su impacto real.
En la gestión pública, eso significa evaluar por resultados, no por declaraciones. En la vida personal, significa valorar las convicciones por lo que generan, aunque el efecto sea pequeño. Como escribió William James, “la verdad es lo que nos conviene creer cuando funciona.”
Funcionar, al final, es usar la inteligencia para decidir. El pensamiento pragmático observa la realidad sin idealizaciones, no busca culpables, busca soluciones. Y en eso —en la acción que mejora, corrige y avanza— reside su verdadera fuerza.
