Por un Subinspector del antiguo Cuerpo General de Policía
“Servir fue un honor. Lo que dolió no fue el riesgo, sino ver cómo se diluye el sentido del deber.”
El Estado español ha adoptado distintas formas de gobierno a lo largo de su historia, desde la unificación de los territorios peninsulares bajo los Reyes Católicos. Algo parecido ha ocurrido con su policía. En 2024 se celebraron los 200 años de la Policía Española, y tuve el honor de ser invitado a varios actos conmemorativos. Asistí a dos. En 2025, en Alicante, se dedicó una calle a la Policía Nacional, la actual denominación de la policía estatal. También fui invitado, pero esta vez no asistí.
Los comienzos
El 17 de septiembre de 1973 ingresé en la Escuela General de Policía, ubicada en la calle Miguel Ángel 5 de Madrid. Al año siguiente, tras una formación acelerada —la muerte del general Franco era inminente— me incorporé como Subinspector de 2ª Clase del Cuerpo General de Policía, la conocida como “policía secreta” del Estado español. Era un cuerpo civil, dedicado a la prevención del delito y a la seguridad interior del Estado.
Una carrera entera al servicio público
El 1 de junio de 2018 finalicé mi carrera profesional como Comisario Principal del Cuerpo Nacional de Policía. Durante esos casi 45 años, fui testigo directo de una profunda transformación institucional. No solo cambió el nombre de la policía, sino también su estructura, sus funciones y su relación con la sociedad.
La unificación con la Policía Armada, la ampliación del personal y la diversificación de competencias marcaron una nueva etapa. Hoy más de 100.000 agentes —entre Policía Nacional, Guardia Civil, Mossos d’Esquadra y Ertzaintza— desempeñan funciones que antes estaban concentradas en el Cuerpo General de Policía.
Una vocación cumplida
Ingresar en la “policía secreta” fue un sueño cumplido. Disfruté plenamente mi paso por la Escala Ejecutiva como Inspector e Inspector Jefe en el Cuerpo Superior de Policía, y más tarde como Comisario Principal en el Cuerpo Nacional de Policía.
Desde el primer día hasta el último, disfruté sirviendo a mis conciudadanos. Fueron tiempos inolvidables. Alcancé la meta que me propuse y sigo agradecido por todo lo que logré en mi profesión.
La deriva política
Sin embargo, hoy no volvería a ser policía. No por falta de vocación o respeto al servicio público —que considero una de las funciones más nobles del Estado—, sino por la creciente politización de la institución. La Policía depende ahora más del poder político que del poder judicial, lo que distorsiona su papel esencial: proteger al ciudadano, no servir a intereses partidistas.
En mis años de servicio conocí a muchos responsables políticos que desconocían el mundo policial, el derecho y el verdadero significado de la seguridad del Estado. Su principal motivación, en muchos casos, parecía ser asumir el control de la Policía, más por ambición o vanidad que por sentido del deber.
Quizá por eso hoy se entrega a algunos el “bastón de mando” de Comisario, símbolo que en mi época no existía. No representa autoridad real, sino la teatralización del poder.
Reflexión final
He visto a la Policía evolucionar, profesionalizarse y también perder parte de su independencia. No niego los avances, pero me preocupa la deriva. La institución que conocí estaba lejos de ser perfecta, pero tenía un sentido claro del deber, del respeto a la ley y del servicio público.
“Triste destino para la Policía: cuando la lealtad política pesa más que el compromiso con la justicia.”
Aun así, conservo el orgullo de haber servido a mi país y a sus ciudadanos. La vocación no se borra, aunque cambien los tiempos. Y mientras haya quienes sigan creyendo en el deber por encima del cargo, todavía quedará esperanza en el uniforme.