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plaza Jemaa El Fna |
El mejor profeta del futuro es el pasado.
Lord Byron
A Marrakech: Entre patios y caminos de arena
Los billetes de avión no me resultaron caros. Gracias a mis avíos acumulados, logré pagar 42 euros por cada uno. Volamos desde Alicante, haciendo una breve escala en Barcelona, antes de aterrizar en Marrakech. Al llegar, nos recibieron el calor seco del desierto y el bullicio del aeropuerto. Tuvimos que completar los formularios de inmigración, una formalidad rápida antes de sumergirnos en la ciudad.
El aeropuerto de Marrakech no está lejos del centro, pero sentí que atravesábamos un umbral de lo cotidiano a lo exótico. Para el traslado, me aseguré de que el encargado de la riad nos gestionara el transporte. Al llegar a las inmediaciones, el coche tuvo que detenerse. Las callejuelas de la medina son demasiado estrechas para los vehículos, y caminamos el último tramo entre muros que parecían susurrar historias antiguas.
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Patio de la riad |
La riad, una casa marroquí tradicional, nos acogió con su atmósfera serena. Tenía tres plantas y un patio interior presidido por una fuente, donde las mañanas empezaban con el sonido suave del agua y el aroma del té a la menta. Desde nuestras ventanas, todo se abría hacia ese pequeño oasis de tranquilidad. Aunque estaba algo apartada de la famosa plaza Jemaa El Fna, su distancia nos brindaba un respiro del ajetreo constante de la ciudad.
Marrakech nos envolvió en su caos organizado durante cinco días, aunque confieso que dos hubieran bastado. La plaza Jemaa El Fna, ese corazón palpitante de la ciudad, es un espectáculo en sí misma. A cualquier hora, sus vendedores, narradores y encantadores de serpientes pintan un cuadro surrealista. Y justo al lado, el zoco: un laberinto de colores y olores que nos llevó por pasillos interminables de especias, alfombras y artesanías.
Calle en la Medina |
Visitamos también varios palacios, algunos rescatados del olvido, otros desgastados por el tiempo. Los muros rotos y los jardines apenas esbozados hablaban de épocas de esplendor ahora desvanecido. De todas nuestras paradas, el Jardín Majorelle fue el que más me impresionó. La Menara, en cambio, con su gran estanque y jardines minimalistas, resultó más simbólica que emocionante.
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Jardines Majorell |
Moverse por la ciudad fue más sencillo de lo que esperaba. Compramos un pase de bus turístico que nos llevó de un sitio a otro sin complicaciones. Sin embargo, Marrakech, con su sol abrasador y sus calles llenas de vida, a veces puede resultar abrumadora.
Essouira: El respiro del océano
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Puerto Essouaira |
Al tercer día, decidimos escapar del calor y tomamos rumbo hacia Essouira, un pueblo costero al borde del Atlántico. Los 180 kilómetros que nos separaban se hicieron largos. Tardamos más de tres horas, deteniéndonos para observar a unas cabras trepadas en los olivos y ver cómo extraen el aceite de onagra, un producto típico de la zona.
Essouira nos recibió con el frescor del mar y la tranquilidad de sus calles. Caminamos por su puerto pesquero, con la mirada fija en su fortaleza, y durante cuatro horas nos dejamos llevar por su ritmo pausado, tan distinto al de Marrakech. Aunque el viaje de ida y vuelta tomó más de siete horas, valió la pena. Nos recordó que Marruecos es un país de distancias largas y tiempos que se estiran, donde cada kilómetro trae consigo un nuevo paisaje y una nueva historia.
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