Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.
Miguel de Cervantes
A tan solo poco más de una hora de distancia del Campello, Cartagena y Lorca ofrecen dos retratos distintos, pero complementarios, de la esencia de Murcia. Aunque podrían recorrerse en un solo día, dedicamos un fin de semana para conocerlas con calma, permitiendo que sus paisajes y monumentos antiguos nos hablaran.
Nuestra primera visita a Cartagena fue en junio de 2014. Nos hospedamos en el NH Campo de Cartagena, un hotel que, si bien algo alejado del bullicioso centro, resultó cómodo y tranquilo. La ciudad nos dio la bienvenida con su historia enterrada y luego resucitada. El Teatro Romano, majestuoso y sereno, emergió de las entrañas de la tierra en 1988, como un eco de un pasado glorioso que esperaba ser redescubierto. Un pequeño museo al pie del teatro custodia los secretos de este hallazgo, revelando fragmentos del esplendor romano.
El día avanzó entre ruinas: las termas romanas, vestigios del foro, como si las piedras mismas aún susurraran las conversaciones de otros tiempos. El centro de Cartagena, con sus edificios neoclásicos de finales del siglo XIX y principios del XX, se alzaba elegante y solemne, una mezcla de historia y modernidad. Paseamos por el puerto, donde el mar acaricia la orilla con suave constancia, y entramos al Museo Nacional de Arqueología Subacuática, un lugar pequeño pero valioso, que guarda los restos de barcos hundidos en mares remotos, evocando el misterio de las aguas profundas.
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Teatro romano |
Desde lo alto de un cerro, la vista nos regaló un paisaje cargado de contrastes. Abajo, la plaza de toros Ortega Cano, cerrada y en ruinas, parecía reflejar la nostalgia de un tiempo perdido. Nos contaron que fue construida sobre el antiguo anfiteatro romano a finales del siglo XIX, y que ahora yace en espera, como si el tiempo hubiera decidido detenerse allí.
Lorca nos recibió con una vista inigualable desde lo alto de su fortaleza. Nos alojamos en el Parador Nacional, enclavado en la cima de una montaña, desde donde podíamos abarcar con la mirada toda la ciudad, como si ésta se desplegara a nuestros pies en un susurro de siglos. La jornada anterior la habíamos pasado relajándonos en las aguas termales del balneario de Archena, lo que nos preparó para explorar con calma las joyas que Lorca guardaba celosamente.
El castillo, vecino de nuestro alojamiento, fue nuestra primera parada. Desde sus murallas, la ciudad parecía un tapiz tejido con hilos de historia. Paseamos por la Colegiata y la iglesia de San Martín, cuyo campanario aún mostraba las cicatrices del terremoto que en 2012 estremeció la región, un fenómeno que incluso llegué a sentir desde Alicante. A nuestro paso se alzaban construcciones de los siglos XVI al XVIII, que contaban con su sola presencia la historia de una Lorca que, a pesar de todo, se mantiene firme.
Un detalle práctico que nos facilitó el recorrido fue el gran aparcamiento a la entrada de la ciudad, donde dejamos el coche durante toda la jornada por un precio módico. Cerca de allí, la oficina de turismo nos ofreció una exposición muy completa, especialmente sobre la famosa Semana Santa de Lorca, un evento único en toda España, lleno de color, devoción y rivalidad entre cofradías.
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Teatro Guerra |
Deambulamos sin prisa por las calles, empapándonos de la atmósfera. Visitamos el exterior del teatro Guerra, el Palacete Huerto Ruano y el Palacio Guevara, donde una antigua botica donada por un farmacéutico lorquino nos transportó a otra época. El mediodía nos sorprendió en un pequeño restaurante cercano al teatro, Albedrío, donde nos deleitamos con tapas sencillas, pero exquisitas, que parecían captar la esencia de la gastronomía local.
La última vez que volvimos a Cartagena fue en enero de 2022, una ciudad que sigue evolucionando, pero que nunca deja de mirar hacia atrás, hacia su pasado glorioso y sus raíces profundas en el Mediterráneo.
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